Suenan las campanas con su tétrica marcha fúnebre en este día gris y húmedo. La llovizna quiso acompañarte en este último paseo por las calles de tu ciudad. Crees haber andado toda la noche pidiendo auxilio, crees haber haber escapado de tu peor pesadilla, crees que no estás muerto sólo porque no viste túnel ni luz alguna, ni nada que se asemejara a aquellas patrañas que te contaron aquellos que jamás vislumbraron el autentico rostro de la muerte. Sigues empapado de sangre y con esa mueca de pánico desdibujada, sigues con los ojos en blanco y con esa sobredosis de ansiedad que las circunstancias te inyectaron vena a vena, pero sigues ahí, observándolo todo, mirando con incredulidad cada paso de aquellos que con tristeza te acompañan. Oyes los gemidos desgarrados de tu madre, emitidos desde las entrañas, retorciendo el cordón umbilical de aquella que te dio la vida; puedes oírlos de manera tan brutal que se te clavan en la sien como cuchillos afilados golpeando cada uno de tus poros. Pululas muy atrás de la comitiva, como queriendo dejar espacio, como intentando desvincularte de ella, como si aquello no fuera contigo; siempre te gustaron los protagonismos y ahora huyes de la escena rezando a un dios que siempre ignoraste, rogándole que termine cuanto antes esta pesadilla real que tú mismo diseñaste.
Cuatro rosas negras sobre tu ataúd barnizado, cuatro lágrimas serenas se depositan en cada una de ellas mientras la suave llovizna enfurece derramando desde lo alto todo un torrente de suspiros amargos. Resbalan recorriendo todo el féretro las gotas, dejando tras de sí regueros que se hacen camino hasta calar tus huesos.
Una fuerza centrífuga parece absorberlo todo; das vueltas a velocidad de vértigo mientras la escena se va haciendo cada vez más pequeña, más diminuta, más lejana en el tiempo y en el espacio. Te desintegras colisionando contra un cosmos que parece haber dejado de estar hecho a tu medida. Sales disparado estallando en mil pedazos, fundiéndote con la lluvia que moja la tierra, que empapa tu rostro, que muere contigo.
Cuatro rosas negras sobre tu ataúd barnizado, cuatro lágrimas serenas se depositan en cada una de ellas mientras la suave llovizna enfurece derramando desde lo alto todo un torrente de suspiros amargos. Resbalan recorriendo todo el féretro las gotas, dejando tras de sí regueros que se hacen camino hasta calar tus huesos.
Una fuerza centrífuga parece absorberlo todo; das vueltas a velocidad de vértigo mientras la escena se va haciendo cada vez más pequeña, más diminuta, más lejana en el tiempo y en el espacio. Te desintegras colisionando contra un cosmos que parece haber dejado de estar hecho a tu medida. Sales disparado estallando en mil pedazos, fundiéndote con la lluvia que moja la tierra, que empapa tu rostro, que muere contigo.