Darwin daba piruetas sumergido en el fondo de la piscina, todavía faltaban dos horas para que alguien alertara la tranquilidad del acuario, dos horas que a él le parecían interminables. Darwin no sabía de horas ni de relojes, pero sí percibía que aún le quedaba mucho tiempo de ociosa calma; tiempo que él emplearía en dar piruetas silenciosas para no perturbar a sus compañeros que dormían plácidamente flotando a su alrededor. Mientras se deslizaba de un lado al otro de la piscina, iba asomando la cabeza para ver si salía pronto el sol, pues poco después del amanecer aparecería Carolina, como cada mañana, con su traje de neopreno que le sentaba tan bien.
Todavía no se había abierto la verja y el finísimo oído de Darwin ya había escuchado el chasquido metálico de las llaves al abrir la cerradura.
- ¡Por fin! – se dijo lleno de entusiasmo
Como siempre, él era el primero en darle los buenos días a su monitora, le encantaba aquel momento, en el que asomaba el hocico al borde de la piscina y se dejaba acariciar el lomo por ella. Carolina siempre le dedicaba un afectuoso saludo, de hecho era su delfín preferido, ningún otro saltaba como él, ninguno le obedecía a la primera. Pensaba que era el delfín más inteligente del mundo, pues todo lo que se proponía con él lo conseguía, y aquello la llenaba de satisfacción y orgullo a la vez; y esto Darwin lo percibía y por ello cada vez intentaba hacer los ejercicios mejor, necesitaba desesperadamente escuchar los elogios de Carolina todos y cada uno de sus días, así como que ella le enseñara aquellos peces tan ricos; siempre se quedaba embobado mirándola y esperando que le diera de comer en la boca, pero esto nunca sucedía y más de una vez algún compañero había saltado y le había arrebatado la recompensa, a lo que Carolina siempre respondía:
- Hay qué ver Darwin, tan listo para unas cosas y tan atontado para otras.
Las horas pasaban entre piruetas, saltos, silbatos y deslizamientos acuáticos. Los días siempre eran iguales pero para Darwin no eran motivo de rutina, sino todo lo contrario, cada día aprendía algo nuevo y disfrutaba contemplando a su amada Carolina, cada día le parecía muy diferente al resto.
Al llegar la tarde todos los delfines estaban listos para dar lo mejor de sí mismos en la gran función. Después de algunas acrobacias y coreografías en las que hacían girar los aros al ritmo de la música, venía la “actuación estrella”; Darwin era presentado con todos los honores, le fascinaba aquello, le hacía sentir importante, pero sobre todo le gustaba porque Carolina siempre sonreía y le aplaudía en aquel momento, mientras lo animaba diciendo:
- Llegó el momento chico, demuestra todo lo que sabes hacer.
Darwin no necesitaba más para sumergirse hasta el fondo de la piscina y salir disparado hacia el firmamento realizando un salto que casi rozaba los tres metros de altura. Luego transportaba a Carolina de punta a punta deleitando a la multitud de espectadores que allí se congregaban.
Pero como cada día, llegaba el atardecer, y con ello todo el bullicio y color que a Darwin tanto le gustaba, se iba difuminando, dejando paso a la tranquilidad que tan poca gracia le hacía. Miraba nostálgico como los niños iban abandonando el recinto junto a sus padres, y como Carolina iba recogiendo sus cosas para marcharse. Sin duda alguna, aquel era el momento más duro del día para aquel joven delfín, trece horas le separaban de volver a ver a su amada Carolina.
Darwin entonces volvía al fondo de la piscina emitiendo tristes quejidos, allí, en lo más hondo, solitario, dejaba pasar imágenes por su mente, imágenes de ella, de sus caricias, de sus sonrisas, de sus miradas, imágenes llenas de luz, de color, de alegría. Era entonces cuando como cada noche miraba a las estrellas y pedía su deseo personal, siempre el mismo, deseaba que Carolina se convirtiera algún día en delfín; y con estos pensamientos se dormía, soñando que ambos eran dos delfines que surcaban el inmenso mar……..